Saltaba a la vista que Katja y yo no éramos hermanos. Ella tenía unos ojos azules que parecían aún más grandes en su cara famélica y a pesar de la suciedad que la calle había acumulado en su pelo casi blanco, aún tenía un aire elegante; en cambio yo, con mis greñas negras y mis andares toscos, no dejaba de parecer lo que era: un pequeño vagabundo muerto de miedo.
Dormitábamos acurrucados uno contra el otro, protegidos del frío y de los extraños por unos cartones, cuando mamá nos descubrió. También era obvio que no era nuestra madre. Ella vivía en una casa y nunca había pasado hambre, pero tenía la mirada tan perdida y tan triste como nosotros.
Apenas recuerdo ya aquella época, pero si la revivo en sueños, corro desesperado sin moverme de la alfombra, gimoteando y ladrando; entonces mamá me rasca detrás de las orejas y su voz cálida y el ronroneo de Katjia me acarician hasta que me vuelvo a dormir.
Perros y/o gatos
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